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Estas investigaciones tuvieron mucho peso, y aún lo tienen. Es posible que algunas de sus conclusiones aún las lleves en la mochila. Revísalas.

Chorro de agua para frenar la histeria. Una de las propuestas atroces.

Si busques en Google imágenes de histeria, el 90% de los resultados son fotos de mujeres. No tiene valor como dato científico, pero indica lo abultada que es una de esas mochilas que arrastramos las homínidas. El binomio histeria-mujer tuvo durante mucho tiempo aval científico. Y no es solo la histeria lo que nos han colgado como pegatina. Ideas como que es malo que las niñas estudien, que el cerebro del hombre es más capaz que el de la mujer, o que una mujer virgen le da salud a un anciano, salieron de importantes núcleos de investigación, comandados por sabios y eruditos de otras épocas. La mala ciencia hizo herida, y aún andamos cicatrizando.

1. No te cases con una mujer que lee, porque se queda estéril.

En el año 1876 un profesor de Harvard, el Doctor Eduard Clarke publicó un estudio —que se hizo muy popular— en el que demostraba que leer era malo para las mujeres. Clarke divulgó que la educación superior debía estar prohibida para las damas, en pro de la supervivencia de la humanidad, porque: “las mujeres que leen, se quedan estériles”. Basó su estudio en varios casos, entre ellos el de la señorita G (Miss G), una mujer que leía.

“Miss G no fue capaz de desarrollar un cerebro sano, que pudiera soportar el exceso de  trabajo, el peso de vivir y al mismo tiempo mantener un buen sistema reproductor que sirviera a la especie humana. Y así, Miss G murió, no por leer las obras de Aristophanes, entender la Mecánica Celeste, leer a Kant, o aventurarse a explorar la anatomía de las flores y los secretos de la química, sino porque, con tanto trabajo, Miss G ignoró la razón para la que una mujer está hecha. Creyendo que una mujer puede hacer lo mismo que un hombre, sosteniendo esa fe, luchó con noble pero ignorante coraje para conseguir los logros intelectuales propios del hombre, y murió en el esfuerzo”.

El párrafo anterior está extraído del que fue un auténtico best seller en el año 1876, Sex in Education: or, A Fair Chance for the Girls, escrito por el eminente doctor de la Universidad de Harvard, Eduard Clarke. Clarke utilizó como ejemplo el caso de Miss G (y otros) para demostrar que la enseñanza superior debía estar prohibida para las damas porque: “las mujeres que leen, se quedan estériles”. Aseguraba más cosas, por ejemplo, que pensar demasiado llevaba la sangre al cerebro, y dejaba sin riego el útero. Así, mientras el cerebro florecía, los órganos reproductores se marchitaban. “Si las mujeres leen demasiado, se convierten en criaturas con cerebros enormemente aumentados y cuerpos débiles”. La obra de Clarke fue muy popular (también discutida).

2. Las “madres nevera” causan autismo

A mediados del siglo pasado la psiquiatría acogió una nueva teoría repleta de holguras, pero que le permitía explicar un trastorno infantil que acababa de describirse: el autismo. El impulsor fue un médico vienes, Leo Kanner. Fue el primero que diferenció autismo de esquizofrenia, pero también el alentador de la torticera  teoría de las “Madres Nevera” (Refrigerator Mother). Abducido por el psicoanálisis —rey de la época— , Kanner explicó el autismo como la consecuencia de una relación distante con madres emocionalmente frías, demasiado ocupadas en sus tareas profesionales, y con poco tiempo para mostrar afecto. En la película sobre Temple Gardin (zoóloga, etóloga y autista) hay una dolorosa escena en la que el psiquiatra acusa a la madre de frialdad “en un momento crucial en la vida de la hija” y le recomienda que la ingrese en un centro especializado. Era el año 1951, justo cuando el diagnóstico de “madre nevera”era una metedura de pata psiquiátrica demasiado extendida.

En 1971, treinta años después de su error, Kanner “absolvió” a las mujeres en un libro que tituló “En defensa de las madres”, pero su teoría había calado profundo en gran parte de los estudios con niños autistas.

3. Dormir con una virgen alarga la vida de un anciano.

David y Abisag de Pedro Américo.

La práctica del sunamitismo está inspirada en la historia bíblica del Rey David y Abishag, y se convirtió en una receta médica habitual entre los siglos XVII y XVIII. Se recomendaba que el anciano durmiera en la misma cama que una joven virgen para que su calor y aliento revitalizara el gastado cuerpo del hombre. En el siglo XVII, Francis Bacon reconocía que los métodos del Rey David eran eficaces —aunque indicó que una mascota serviría igual—. Un poco más tarde, el médico inglés Thomas Sydenham recomendaba el sunamitismo a sus pacientes para alargarles la vida, como hizo el médico holandés Hermann Boerhaave y el alemán Christoph Wilhelm Hufeland en el siglo XVIII. James Copeland, una autoridad inglesa en medicina aún en el siglo XX advertía que “la transferencia de poder vital” que se daba durante el sunamitismo, no era inócua, hacía que las jóvenes que se casaban con ancianos se debilitaran.

El texto que da pie al mito está en el Primer Libro de los Reyes Capítulo 1. Abisag sirve a David:

1:1 Cuando el rey David era viejo y avanzado en días, le cubrían de ropas, pero no se calentaba.
1:2 Le dijeron, por tanto, sus siervos: Busquen para mi señor el rey una joven virgen, para que esté delante del rey y lo abrigue, y duerma a su lado, y entrará en calor mi señor el rey.
1:3 Y buscaron una joven hermosa por toda la tierra de Israel, y hallaron a Abisag sunamita, y la trajeron al rey.
1:4 Y la joven era hermosa; y ella abrigaba al rey, y le servía; pero el rey nunca la conoció.

4. La  “huella materna” y El hombre elefante

La gestación de un bebé antes de los ultrasonidos era un absoluto misterio, y culpar a la mujer cuando las cosas no iban del todo bien, se convirtió en una práctica habitual. Una de las primeras explicaciones a las malformaciones físicas en el recién nacido, durante los siglos XVIII y XIX, fue lo que se llamó  “huella materna” según la cual, “malos estímulos que llegan al cerebro de la mujer embarazada podrían causar que el bebé se desarrollara de forma incorrecta”.

El caso más famoso diagnosticado como consecuencia de la “huella materna” fue el de Joseph Merrick, conocido como El hombre elefante. Los médicos dijeron que la causa de su rostro fue un susto a su madre durante el embarazo. Así lo describía el propio Merrick en su biografía:

“La deformidad que exhibo ahora se debe a que un elefante asustó a mi madre; ella caminaba por la calle mientras desfilaba una procesión de animales. Se juntó una enorme multitud para verlos y, desafortunadamente, empujaron a mi madre bajo las patas de un elefante. Ella se asustó mucho. Estaba embarazada de mí, y este infortunio fue la causa de mi deformidad“.

5. Almacenar “semen femenino” vuelve locas a las mujeres

El diagnóstico de “histeria femenina” se utilizó durante siglos para explicar cualquier enfermedad que no se supiera tratar. Un médico de 1859 aseguraba que una de cada cuatro mujeres estaba aquejada de histeria, descomunal cifra que no extraña, porque para diagnosticarla el doctor contaba con 75 páginas de posibles síntomas, vamos, que cabía hasta el hipo.

Hay verdaderas atrocidades alrededor del fantasma de la histeria, y digo fantasma, porque nunca existió. El griego Galeno fue uno de los primeros en introducir el concepto en la literatura médica, y su explicación de la enfermedad es, sinceramente, no apta para escrupulosos. Decía Galeno que una sustancia, llamada “semen femenino”, se acumula en las mujeres pasionales y se volvía venenosa si no se libera por medio de la cópula.

La palabra “histeria” deriva de “hysteron”, es decir, de útero. En la Antigua Grecia se creía que las enfermedades nerviosas o histéricas de las mujeres eran debidas a que el útero se movía, sufría un incontrolado desplazamiento hacia arriba, como si tuviera vida propia. Platón y otros hablan de él como el útero errante: “un animal que va errante por el cuerpo de la mujeres” y es el culpable de su histeria.

En el siglo XVIII se vinculó la histeria a la falta de sexo y, para remediarla, dieron con el eureka de un tratamiento: Las pacientes debían recibir un masaje pélvico,  que no era otra cosa que la estimulación manual de los genitales por el doctor hasta llegar al orgasmo que, en argot científico, recibía el nombre de paroxismo histérico. Y así, durante ese siglo, la histeria era casi una plaga, diagnosticada con agrado por los médicos, porque el consabido masaje pélvico se convirtió en un lucrativo negocio.

Hubo una auténtica revuelta cuando las comadronas decidieron especializarse en masajes anti histeria, y no se acogieron nada bien los primeros y rudimentarios dildos, que nacieron como remedio mecánico contra el mal de histeria y presagiaban el fin de aquel extravagante mercadeo.

El estudio de la histeria fue el big bang del psicoanálisis. Indagando en qué podría producirla, y sin olvidar que hasta entonces se consideraba un trastorno exclusivamente femenino, Freud se dio de bruces con el inconsciente, y de ahí todo su desarrollo posterior. Sobre la histeria, Freud apuntó con su conocida fiereza que era fruto de traumas sexuales que podían no ser recordados conscientemente.

Pero no olvidemos que Freud vinculó con traumas sexuales incluso la tos de su paciente más popular, Dora. Lo interesante es que al indagar en la mente femenina, Sigmund Freud y Jean-Marie Charcot, durante el S.XIX, dieron un giro al conocimiento de lo que se conocía como histeria, y propiciaron que desapareciera como enfermedad. A medida que los diagnósticos mejoraron, el número de casos decreció hasta que no quedó ninguno. La histeria, señores y señoras, no existe.

6. El hombre es 181 gramos más inteligente que la mujer

Craneometría

El famoso neuroanatomista francés de finales del XIX, Paul Broca (le debemos su descubrimiento del área cerebral protagonista del lenguaje), es culpable de un arsenal de chistes malos sobre el cerebro de la mujer. El estaba convencidísimo de que existía una gran superioridad del cerebro masculino sobre el femenino. En los círculos científicos franceses de la época, se había puesto de moda considerar la inteligencia proporcional al peso del cerebro. Y Broca (1824-1880) abanderó esta corriente. Como además era un trabajador incansable, creó un centro de medición y peso de cráneos y cerebros. Se puso a ello y, sobre una muestra de 200 cadáveres, concluyó que el hombre era 181 gramos más inteligente que la mujer. Había dado con una prueba científica de algo que él tenía clarísimo: “Como sabemos que las mujeres son menos inteligentes que los hombres, no podemos sino atribuir esta diferencia en el tamaño cerebral a la falta de inteligencia”. Broca no sabía que el cerebro de los neandertales era más grande que el de nuestra especie, y que, desde luego, no se extinguieron por listos.

Como guinda de esta sarta de Malas ciencias, quería mostrar una fanfarronada ilustre. El que la vomitó fue Gustave Le Bon (1841-1931), fundador de la psicología social y autor de uno de esos libros de cabecera entre sociólogos y periodistas: La psicología de las masas. Esta parrafada se publicó en una importante revista de antropología francesa. Dice Le Bon (¡agárrense!)

“Entre las razas más inteligentes, como entre los parisienses, existe un gran número de mujeres cuyo cerebros son de un tamaño más próximo al de los gorilas que al de los cerebros más desarrollados de los varones. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede discutirla siquiera por un momento. Todos los psicólogos que han estudiado la inteligencia de las mujeres reconocen que ellas representan las formas más inferiores de la evolución humana y que están más próximas a los niños y a los salvajes que al hombre adulto civilizado. Sin duda, existen algunas mujeres distinguidas, muy superiores al hombre medio, pero resultan tan excepcionales como el nacimiento de cualquier monstruosidad, como, por ejemplo, un gorila con dos cabezas; por consiguiente, podemos olvidarlas por completo”. ¡Olé!