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Este es posiblemente uno de los reportajes más emotivos de los que he hecho en mi vida. Conocí a los padres de recién nacidos que esperaban un corazón para que su hijo tuviera una oportunidad, y también a los cirujanos que realizan estas intervenciones.

Al bebé de la foto le implantaron un corazón artificial, a la espera de uno de verdad

El corazón de un recién nacido pesa una media de 21 gramos. Es solo casualidad que un viejo científico sin crédito, el Dr. Duncan MacDougall, atribuyera el mismo peso al alma. MacDougall colocó cuerpos humanos en una balanza antes y después de la muerte, y concluyó que en ese tránsito perdemos más o menos eso, 21 gramos. Aproximadamente lo que pesaban los corazones de los dos donantes de un día de vida que recorrieron españa en la ya popular nevera de picnic, y que hoy aún laten y crecen en el pecho de otros niños. Fueron los donantes de menor edad de la historia, según recoge esa memoria de la generosidad que la Organización Nacional de Trasplantes publica anualmente.
Donar los órganos de un hijo es un gesto épico. Otro niño anónimo recibirá el pase, para hacerle a la muerte un regate mundialista. Uno de esos niños a la espera, entre muchos otros, es un bebé de 8 meses y medio al que visitamos en el madrileño Hospital La Paz. De él es ese corazón “torcido” que el doctor Fernando Villagrá, jefe del Servicio de Cirugía Cardíaca Infantil, toca con su dedo enguantado en las impactantes fotografías que se tomaron durante la intervención. El niño se llama Benjamín, y pesa 6 kilos. 
Llegamos a la UCI pediátrica de La Paz en mal momento. La noche anterior habían cosido un corazón nuevo para un niño de siete años. Pero en la UCI encontramos un alboroto tenso, el pequeño sufría una crisis. Frente a él, dormido, estaba el bebé al que buscábamos. Con su corazón suplente escondido bajo el esparadrapo, y unos calcetincillos azules para que los pies no se le quedaran fríos. 


Benjamín ingresó el 8 de mayo en la Unidad de Cuidados Intensivos Pediátricos de La Paz. Sufre una miocardiopatía dilatada, una enfermedad del músculo cardíaco que afecta a las cavidades del corazón. Están demasiado débiles para llevar a cabo el trabajo que se espera de ellas, y no tienen capacidad para bombear sangre al resto del organismo. La consecuencia es que el bebé se muere sin remedio, a menos que le hagan un trasplante. Llevaba tres meses en lista de espera cuando el equipo médico entendió que a Benjamín se le había agotado el tiempo. 


Entonces, acudieron a una de las técnicas de “estreno” en el conmovedor mundo de los trasplantes: le colocaron un corazón artificial. “El Berlin Heart alarga su tiempo de espera”, explica el Doctor Gutiérrez-Larraya, jefe del Servicio de Cardiología Infantil del Hospital La Paz, “quizá hasta ocho meses, lo que aumenta las pocas posibilidades de encontrar un órgano compatible”. El mecanismo tiene una complejidad especial. “La frecuencia cardíaca varía milisegundo a milisegundo. Cuando coges aire, el pulso se acelera; al echarlo, se decelera… Cuando tienes hambre, o si estas tumbado… Todo hace que el ritmo cardíaco cambie. Lo complejo es sustituir la función de «antena» natural del cuerpo desde el ordenador al que está conectado el Berlin Heart, para que se ajuste a las circunstancias del bebé”, explica el doctor Gutiérrez-Larraya.

Corazones del tamaño de un post-it

Los donantes infantiles son escasos y raros, porque los niños no se mueren de las causas que permiten la donación. Nos lo cuenta el doctor Rafael Matesanz, el jefe de todo esto, la cabeza de la ONT. Cuando nos habla del trasplante pediátrico, emplea diminutivos, como lo hacen las madres. “El número de donantes infantiles es muy pequeño”, explica a Quo, “poco más del 1%. Proceden de traumatismos que causen muerte cerebral: accidentes de parto, muertes súbitas en las que se procede a la reanimación del niño, se consigue que el corazón vuelva a latir, pero el daño cerebral ha sido demasiado alto. Aun así, estas muertes súbitas pueden producir una bajada de tensión, y el hígado y otros órganos quedan dañados”. 
Y después está el tamaño. “En muchos casos es posible utilizar órganos de adulto”, continúa Matesanz. “Pero el corazoncito tiene que ser de un tamaño similar al del receptor, más o menos como un Post-it, como una tarjeta de crédito. A un niño con el corazón dañado solamente puede salvarle otro niño”. 
En otro despacho, esta vez en el Hospital Gregorio Marañón, hablamos con el doctor Greco, jefe del Servicio de Cirugía Pediátrica. Él es uno de los pocos capaces de reemplazar corazones de niño: “El tamaño, en el caso del corazón, es muy importante. Hablamos de cómo máximo 3 veces el peso del órgano del receptor. Con niños, bailamos con la más fea, así que ‘exprimimos’ más las posibilidades, hay que usar más la imaginación. Si esperas que el corazón que llegue sea de la misma comunidad, del mismo peso… no tienes donante. Así que si tengo un niño en asistencia ventricular, no dudo en acudir a donantes marginales”. 
Las donaciones marginales son aquellas que a priori no cumplen con los requisitos que sobre el papel garantizan el éxito. “A veces hay corazones descartados que los implantas y de pronto arrancan. Otras veces ese corazón sirve de tránsito para poder aguantar hasta que llegue uno en buenas condiciones”. 
«Un corazón de niño es una joya —dice Matesanz—, tan escaso y preciado como un trozo de roca de Luna». A veces, alguna de estas joyas de niño, se pierden. “Si tienes un corazón pequeño y no hay receptor adecuado, se oferta a otros países de Europa. Pero los órganos torácicos (corazón y pulmones) tienen un tiempo de duración corto. Hablamos de entre 4 y 6 horas. No pueden ir muy lejos”, añade Greco. 
Si lo tienes, si llega a tiempo un corazón para Benjamín, aún queda una zancada que dar en esta carrera contrarreloj: colocárselo. Solo lo puede hacer un puñado de grandes cirujanos neonatales españoles, capaces de coser a mano los pequeños vasos del corazón de un prematuro. Entre ellos está el doctor Rubén Greco: “Se usan lupas de hasta seis aumentos, y llevo un frontal de luz, como el de los mineros, que apunta a la parte que se va a intervenir y es fundamental para las cirugías dentro del corazón. El diámetro de esos vasos es del grosor de un cabello”.

El viaje de dos riñones de 50 gramos

En el resto de los órganos, cada caso es un mundo. Un riñón dañado puede sustituirse por otro de adulto, incluso si se trata de niños de meses. “Se les coloca en la tripa”, explica Rafael Matesanz, “no en el lugar natural del riñón. Así es fácilmente palpable, biopsiable, ponible y quitable. Se conecta a la vejiga y listo. Si a un niño de 4 años le pones un riñón de adulto joven, le ocupa prácticamente la totalidad de la cavidad abdominal. Los de niño son muy pequeños, muy poco manejables, se trombosan con facilidad. El riñón infantil, hasta un determinado peso y tamaño, no sirve”. A veces es un adulto quien recoge el testigo de un niño. Por ejemplo el día en que desde Salamanca alertaron de que tenían riñones de un bebé de 12 meses y el receptor más adecuado era un enfermo renal de 34 años del Hospital Dr. Peset, en Valencia. Los riñones, 50 gramos cada uno, viajaron por carretera. Junto a su correspondiente aorta, fueron implantados en el enfermo a la altura de la ingle. Los uréteres fueron zurcidos con precisión de relojero, directamente a la vejiga, y a su vez, los vasos sanguíneos a la arteria ilíaca del receptor. Todo con una lazada quirúrgica compleja y eficiente. En 24 horas, el paciente ya podía ingerir líquidos, y en pocos meses sus riñones habían crecido hasta el tamaño de los de adulto. 
“Todos los órganos implantados de niño aumentan de tamaño”, explica Matesanz. “A medida que el niño crece, el corazón, el hígado, el pulmón… todo crece. Son células de otra persona, pero crecen con ella. Tiene que haber algunos factores de crecimiento que se trasmiten, pero los desconocemos, no sabemos cómo funcionan”. 
El hígado se puede trasplantar de niño a niño, pero también se puede utilizar solo un fragmento de adulto, un lóbulo que suele ser de alguno de los padres. “En el niño, ese lóbulo crece con él, y en el adulto al que le hemos quitado esa parte, también, hasta llenar el abdomen y volver a ser como antes”, añade Matesanz. 
El trasplante más novedoso es el de intestino, y dos de cada tres se realizan a niños. Pero si hay una modalidad comparable a escalar el Annapurna es el que recibe el nombre de cluster, o trasplante multivisceral. Hay niños que reciben 5, 6 y hasta 7 órganos a la vez. 
El Hospital La Paz, de nuevo, es un referente en clusters infantiles. “Tiene el intestino como base”, explica Matesanz, “y puede incluir estómago y páncreas, combinado con riñón, por ejemplo. Hasta 7 órganos en una ratita así”. La ratita es un bebé, y cuando Matesanz dice “así”, coloca las manos como si arrullara uno. “Son horas y horas de microcirugía.” 


El caso de la niña Cristina fue referente dentro y fuera de nuestras fronteras. Tenía año y medio, y la intervención que le salvó la vida duró 24 horas, de sol a sol. De ellas, 11 fueron de microcirugía, cosiendo y empalmando vasos sanguíneos milimétricos. Un bulto en el intestino, detectado en una ecografía antes de nacer, había sido el comienzo agónico para su familia. Era 2006, y solo dos hospitales del mundo habían realizado trasplantes multiviscerales, uno en Reino Unido y otro en París. El Hospital La Paz se añadía a la lista. Cristina solo tenía 15 meses y recibió seis órganos útiles: estómago, duodeno, intestino, páncreas, hígado y bazo, por parte del equipo de trasplantes de Manuel López Santamaría. 
La ONT no suele incluir en sus estadísticas los niños que mueren a pesar del trasplante, o los que lo hacen en la lista de espera, o en el quirófano, o algunos años después.

La supervivencia del órgano trasplantado es limitada. “Quince, veinte años…”, dice Matesanz. Cuando se trata de un niño, este plazo sigue siendo demasiado corto. “Los trasplantes ahora no tienen nada que ver con los que se hacían hace 20 o 30 años”, asegura Matesanz. “Se puede intentar un nuevo trasplante, se pueden hacer cosas… La investigación en este campo avanza a paso de gigante.” 
Una de esas “zancadas” de las que habla Matesanz se la deben a una niña de nueve años, ingresada en un hospital de Sídney, Australia. Le trasplantaron un hígado de un donante incompatible con su grupo sanguíneo. Lo extraordinario es que la sangre de la niña cambió espontáneamente de grupo y adoptó el sistema inmunitario de su donante, un caso sin precedentes conocidos. Se convirtió en lo que los expertos llaman una “ quimera mixta”, que no es un ser mitológico, sino un hecho clínico extraordinario. Su sistema inmunitario contenía células propias y del donante, lo que producía una tolerancia natural del injerto. Publicado su caso, la propuesta médica es iniciar lo que llaman trasplantes combinados. Consiste en trasplantar, además del órgano dañado, médula ósea del donante, en la que van células de su sistema inmune, linfocitos que reconocerán el órgano como propio. Dice Rafael Matesanz que sería “la panacea en los trasplantes” .


“Cuando hacemos un trasplante de corazón todo está en silencio”, explica el Doctor Greco, “en el quirófano normalmente todo el mundo está hablando, hay murmullos… Pero en el momento de abrir la pinza y reperfundir el corazón, todo el mundo se calla. Ya está colocado en su hueco y lo único que hay que hacer es aplicar la corriente para que recupere el latido. A veces late solo, otras lo hace con contracciones caóticas y hay que dar un nuevo choque eléctrico para pararlo y que vuelva a empezar. Poco a poco se va entonando. Ves cómo ese órgano pálido, blanco, recupera el latido y progresivamente cobra vigor”. ¿Y si no funciona? “Claro, a veces no funciona”, cuenta Greco. “Puede ocurrir que el corazón no arranque…” ¿Entonces? “El niño se queda conectado a la máquina, lo comunicas a los padres… En 24 ó 48 horas, todo habrá terminado.”